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©Gertrude Duby |
Por Jan de Vos
La Selva Lacandona, parte nororiental del estado mexicano de Chiapas, deriva su nombre de un grupo indígena que vivía en ella desde época prehispánica, los lacandones. Durante la colonia así llamaban los españoles a los indios de Lacam Tun. Con ese nombre, que quiere decir Peña Grande, o Penón (de lacam: grande; y tun: piedra), los lacandones designaban la isleta principal del lago Miramar, lugar en el que tenían edificada la pequeña cabecera de un extenso territorio selvático. Los españoles cambiaron el topónimo maya Lacam Tun por Lacandón y utilizaron ese nombre castellanizado para indicar, no solo la isla, sino también la laguna y la comarca en su derredor. En el siglo XIX los monteros que cortaban caoba y cedro en la región ya no usaron el nombre colonial y llamaron a esta parte de la selva el "Desierto de Ocosingo" o "El Desierto de la Soledad", en tanto que el lago Miramar era conocido por ellos como "Buenavista". Los nombres Selva Lacandona y Miramar son denominaciones más recientes, puestas por los exploradores madereros en los años veinte del siglo pasado. Cabe mencionar que el concepto moderno de Selva Lacandona, ademas de ser botánico y geografíco, también es político, puesto que indica exclusivamente a la porción mexicana del bosque tropical centroamericano. En realidad, éste se extiende también sobre una buena parte de El Petén guatemalteco, por lo tanto era más congruente la concepción colonial según la cual El Lacandón abarcaba los bosques de ambos lados del río Usumacinta.
Dos años mas tarde, en 1974, se creó por decreto presidencial la Compañía Forestal de La Lacandona S.A. (COFOLASA) con el fin de eliminar la iniciativa privada de la explotación forestal y ponerla bajo control y provecho propio. Finalmente en 1978 hizo un nuevo intento de proteger un importante núcleo de bosque virgen contra la inminente invasión humana con la creación de la Reserva Integral de la Biosfera "Montes Azules", asignándole una superficie de 331.200 hectáreas. Estas cuatro medidas son solamente las que se plasmaron en documentos oficiales, hay que añadir a ellas un sinnúmero de proyectos y programas desarticulados entre sí elaborados por decenas de instituciones gubernamentales, tanto a nivel federal como estatal, muchos de los cuales nunca llegaron a realizarse o quedaron a medio camino. Contemplándola en conjunto uno no puede evitar la impresión de que la política oficial ha sido a menudo poco definida y a veces francamente contradictoria y contraproducente a las necesidades.
La historia de la selva Lacandona se puede dividir fácilmente en tres grandes períodos: las épocas prehispánica, colonial y moderna. Aquí solo hablaremos de la última época. Para la anterior remito al libro "La Paz De Dios y del Rey - La conquista de la Selva Lacandona por los españoles, 1525-1821" (Fondo de Cultura Económica, 1988). Como el título indica la selva fue entonces objeto de una penetración llevada a cabo por frailes y soldados del gobierno español, que finalizó con la aniquilación, en el año 1695, de la autonomía de los indios Lacam Tun, última nación originaria libre de Chiapas.
La historia moderna de la selva también trata de una conquista, pero sin embargo el objeto por conquistar ahora se ve diversificado. Como en épocas anteriores la selva siguió siendo zona de refugio para una pequeña comunidad indígena (unos 500 individuos a principio del presente siglo)*, identificada como lacandones por autoridades y estudiosos pero llamados caribes o caribios por sus vecinos tzeltales y por ellos mismos en su trato con extraños. En el transcurso del siglo XIX la Selva Lacandona se reveló como una zona particularmente rica en joyas arqueológicas y en maderas preciosas. A éste palmarés se añadió a mediados del siglo XX su potencial como tierra virgen a la espera de ser colonizada, y a partir de los años setenta su vocación de terreno apto para la insurgencia guerrillera. Aún más reciente ha sido su identificación como la reserva más importante del país en cuanto a energía hidroeléctrica y, como si todo esto no fuera ya suficiente, también en cuanto a biodiversidad. Este abanico de calificaciones hace posible narrar la nueva conquista desde, por lo menos, seis perspectivas diferentes: el estudio progresivo de los lacandones por la antropología; la explotación cada vez más exhaustiva de las ruinas mayas; la acelerada destrucción de la vegetación original y los múltiples, pero vanos, intentos de ponerle un alto; el avance de los frentes de colonización humana sobre los espacios verdes cada vez más reducidos de la selva; la aparición de la insurgencia armada y la inmediata respuesta del gobierno con una militarización fuera de toda proporción; por último, la pesadilla de una posible privatización y manipulación neoliberal, no solo de la fauna y flora sino también de los recursos resguardados en el subsuelo.
Cada tipo de conquista, obviamente, fue realizada por agentes de penetración muy especiales: antropólogos, arqueólogos, misioneros, monteros, campesinos, ganaderos, guerrilleros, soldados, funcionarios, empresarios, etcétera. También existe diferencia en cuanto al momento del inicio de cada conquista. La curiosidad antropológica comenzó en 1786, año en que el cura de Palenque visitó por primera vez un caribal lacandón. La investigación arqueológica se inicia en 1787, año en que un oficial del ejército español describió por primera vez las ruinas de Palenque. La explotación maderera arranca en 1822, año en que un funcionario chiapaneco propuso abrir la selva al corte de caobas y cedros. La población por campesinos sin tierra se realiza a partir de 1930, y finaliza alrededor de 1980 (desde entonces habría que agregar la reubicación "oficial" de desplazados internos)*.
La ocupación militar por el ejército mexicano, iniciada después de enero de 1994, se ha ido consolidando con los años y no da señal de terminar pronto. Finalmente, la penetración empresarial postmoderna está desplegándose en este mismo momento ya que el plan Puebla-Panamá, lanzado por el gobierno a principios de 2000, incluye entre sus objetivos el aprovechamiento de los recursos bióticos de la selva por medio las tecnologías más avanzadas del momento.
En esta introducción no daré cuenta de las trayectorias excepcionales que en la Selva Lacandona tuvieron la antropología y la arqueología. Igual que en otras regiones de México ambas disciplinas se movieron aquí en un círculo académico totalmente restringido, que no intervino para nada en los procesos que afectaron y afectan a la región en el plano ecológico y humano. En cambio, 100 años de explotación forestal seguidos de 50 años de colonización campesina alteraron la selva mucho más que todos los siglos precedentes de ocupación prehispánica y colonial. El drama lacandón empieza en 1822, año en que un tal Cayetano Ramón Robles, funcionario del gobierno de Chiapas, solicita autorización y medios para explorar la cuenca del río Yataté hasta su desembocadura en el río Usumacinta. Ademas de la apertura de los dos ríos como ruta navegable, Cayetano Ramón Robles prometió establecer unos cortes de caoba y cedro con el objetivo de "ofrecer a la nación toda la madera de construcción y el alquitrán que fuera necesario". A raíz de esa petición, en 1826 se organizó una expedición a la selva cuyos pormenores conocemos gracias al diario escrito por su responsable, el subteniente José María Esquinca. El rotundo fracaso de la expedición llevó a las autoridades chiapanecas a negar su apoyo a todo nuevo intento de penetración en la selva. Así, dejaron el campo abierto a la iniciativa de los madereros tabasqueños. En 1859, un comerciante de Balancán, Felipe Marín, botó 72 trozas de caoba al río Lacantún y recupero más tarde 70 de ellas en Tenosique. Gracias a ese "experimento" algunos monteros establecieron, a partir de 1860, pequeños cortes (áreas de desmonte)* en las orillas de los ríos Pasión y Usumacinta. Una década más tarde esas intervenciones se multiplicaron, sobre todo en la cuenca del río Lacantún, entonces la zona más rica en madera preciosa.
Es muy importante mencionar que en aquella época la zona oriental de la selva no era considerada, ni reclamada, por el gobierno mexicano como parte del territorio nacional. Tabasqueños y peteneros se repartían entre ellos la jurisdicción sobre las cuencas del río Usumacinta, aceptando como línea divisoria, primero el río Lacantún, desde la desembocadura del río Ixcán hasta la confluencia con el río Chixoy o Salinas; después el río Usumacinta hasta la desembocadura del arroyo Yaxchilán, al sur de las ruinas mayas conocidas actualmente bajo el mismo nombre. El noroeste de la cuenca correspondía a Tabasco (México)*, y el sureste a El Petén (Guatemala)*. El gobierno de Chiapas no ejercía entonces ninguna forma de control administrativo sobre la región fronteriza.
En 1880 se efectuó un cambio importante en la explotación maderera de la Selva Lacandona. Entraron en escena tres poderosas compañías con sede en la ciudad de San Juan Bautista (el nombre original es Villahermosa de San Juan Bautista)*, la capital de Tabasco. Valenzuela e Hijo, Jamet y Sastré y Bulnes Hermanos. Estas tres empresas hasta entonces habían cortado caoba y palo de tinte en el litoral tabasqueño, pero decidieron abrir un segundo frente de explotación en la Selva Lacandona preocupadas por el inminente agotamiento de las reservas en Tabasco. Al mismo tiempo se lanzaron a la conquista de las cuencas fluviales en donde las especies preciosas abundaban más. Los cortes de madera, hasta entonces empresas modestas y locales, se convirtieron en una industria de gran envergadura, que conquistó su lugar en el mercado mundial gracias al apoyo financiero de inversionistas y exportadores extranjeros. La caoba lacandona era embarcada en los puertos del golfo de México y vendida en los muelles de Londres, Liverpool y Nueva York a precios de oro bajo el nombre de "madera de Tabasco". La Casa Valenzuela y Jamet y Sastré tuvieron la mala suerte de establecer sus monterías en los ríos que formaban la frontera entre México y Guatemala y se vieron involucradas en la "cuestión de los límites", que envenenó de 1882 a 1895 las relaciones entre los dos países. El mismo problema afectó a la Casa Romano y a la casa Schindler, dos empresas madereras que iniciaron cortes a partir de 1892, la primera en el río Tzendales y la segunda en el alto Usumacinta. Las rivalidades entre las cinco casas tabasqueñas agudizaron de tal manera el conflicto internacional que el gobierno mexicano, en la persona de Porfirio Díaz, casi le llegó a declarar la guerra a su vecino guatemalteco. La calma regresó in extremis gracias a un arreglo celebrado en 1895. A partir de esa fecha se inició la época de oro de la caoba lacandona. La política económica liberal propulsada por el régimen porfiriano estableció las condiciones ideales para que los capitalistas extranjeros invirtieran en el país grandes sumas de dinero. La extracción de la madera preciosa participó de lleno en el proceso, más aún, hubo pocas explotaciones tan "vendidas al extranjero" como el corte de caoba.
Al terminar el siglo XIX, todos los terrenos de la Selva Lacandona bañados por ríos capaces de llevar a flote las trozas (troncos)* en las épocas de creciente estuvieron en manos de compañías privadas en forma de concesiones temporales para la explotación de la madera preciosa. Toda la zona se cubrió con un número impresionante de monterías. Los métodos de trabajo utilizados eran primitivos: el árbol era tumbado con el hacha, luego arrastrado por tiros de bueyes y transportado a flote por la corriente de los ríos. Las condiciones de los trabajadores eran muy duras: los peones vivían en una semi-esclavitud, amarrados al campamento por las deudas y por más de 100 kilómetros de vegetación tropical casi imposible de franquear.
En 1902 este panorama recibió un elemento nuevo con la apertura de la Selva Lacandona a la política deslindadora. Con base en la Ley de Deslinde de 1894 dos empresarios del Distrito Federal, Rafael Dorantes y Luis Martínez de Castro, pidieron al gobierno federal el permiso de explorar, medir, fraccionar y enajenar la selva. Ante la amenaza de perder sus zonas de explotación las compañías tabasqueñas decidieron convertirse en compañías deslindadoras. De esta manera se hicieron propietarias de los terrenos que antes solo tenían en arrendamiento. El resto de la selva cayó en manos de los empresarios del Distrito Federal y de un noble español, el Marqués de Comillas. El impacto de la privatización fue tal que hasta tiempos muy recientes los mapas y estudios geográficos siguieron utilizando las divisiones prediales nacidas durante el porfiriato. Más aún, hasta el día de hoy se continúa identificando a la zona sur de la selva con el nombre de su antiguo dueño: Marqués de Comillas.
En 1913 se produjo en la explotación maderera un nuevo cambio, tan fundamental como el sucedido en 1880. Desde Tabasco la Revolución Mexicana llegó a las monterías en la persona de un destacamento de soldados constitucionalistas. Los trabajadores esperaban del cambio político la liberación definitiva de los malos pagos y los malos tratos; los empresarios, por su parte, previeron el hundimiento total de sus lucrativos negocios. Ni una ni otra cosa sucedió. Las tropas desmantelaron varios campamentos pero no lograron acabar con todos. Las compañías madereras reanudaron los cortes una vez que los soldados abandonaron la selva. Sin embargo, el proceso de producción maderera fue seriamente afectado por la revuelta. Además, en el otro extremo de la cadena comercial también hubo un cambio radical: el estallido de la Primera Guerra Mundial y, como consecuencia, la pérdida del mercado europeo. A partir de 1915 la extracción de madera en la selva entró en un lento e irreversible retroceso. Las grandes empresas porfirianas desaparecieron una tras otra y fueron reemplazadas por compañías más modestas que a su vez dejaron de funcionar al cabo de unos años. Los latifundios sufrieron la intervención del gobierno, algunos fueron fraccionados, otros fueron nacionalizados. Los métodos de trabajo continúaron siendo primitivos y las condiciones laborales empeoraron. Los castigos infligidos a los peones de las monterías llegaron a ser, durante los años veinte del siglo pasado, objeto de denuncias a nivel nacional e internacional. Esta decadencia progresiva de la actividad llegó a su fin cuando, en 1949, el gobierno mexicano decidió prohibir la exportación de madera en rollo. Con dicha medida se clausura un negocio lucrativo que duró más de 70 años.
Sin embargo a partir de la década de los cincuenta nuevas empresas madereras, siempre con capital extranjero, volvieron a establecerse en la Selva Lacandona, ésta vez apoyándose en tecnología de última generación. Al unísono, campesinos y ganaderos llegados de otros lugares intensificaron su avance sobre las zonas vírgenes. Estos nuevos pobladores eran en su gran mayoría indígenas que habían abandonado sus pueblos de origen en Los Altos por falta de tierra cultivable, o habían salido de las haciendas ganaderas y cafetaleras de la Franja Finquera por ya no encontrar cabida allí, o por no aguantar más las duras condiciones laborales. Constituyeron una segunda generación de colonos que ocuparon los espacios agrestes que los pioneros de años anteriores no habían podido, ni querido, ocupar. El gobierno del estado consideraba a esas "salidas" espontáneas como una bienvenida y cómoda solución al problema agrario, ya que le liberaba de la obligación de afectar a los terratenientes in situ. No cabe duda que estos colonos iniciaron, a partir del medio siglo, la destrucción de la selva. Ellos no eran gente interesada en aprovechar la riqueza forestal, consideraban mas bien al bosque como un adversario que era necesario eliminar. Su sueño era convertir el monte en milpas y en potreros, y para conseguirlo empleaban un método sencillo y antiguo: la roza-tumba-quema.
En 1964 encontraron un aliado inesperado en la empresa Aserraderos Bonampak, con sede en Chancalá, región de Palenque. Esta compañía campechana, contratada por Maderera Maya para explotar sus terrenos en el bosque, introdujo maquinaria moderna con la cual aceleró enormemente el ritmo del corte y transporte de las trozas. Ademas, al abrir grandes brechas hacia puntos hasta entonces inaccesibles indujo a los colonos a instalarse a lo largo de esos nuevos caminos según fueron avanzando los campamentos de exploración. De 1964 a 1974, madereros, campesinos y ganaderos formaron tres frentes de destrucción que se unieron para devastar, en un tiempo récord, la parte noroccidental de la selva. La tala llevada adelante por Aserraderos Bonampak y por las decenas de colonias de campesinos hambrientos de tierras no dejo de preocupar al gobierno federal, pero éste no reaccionó ni a tiempo ni con las políticas adecuadas. En 1972 creó la llamada "Zona Lacandona", con una superficie de 614.321 hectáreas, proclamándola "tierra comunal que desde tiempos inmemoriales perteneció y sigue perteneciéndo a la tribu lacandona". Intentó así poner fin al avance de los colonizadores espontáneos en la parte norte y oeste de la Selva Lacandona y cerrar el centro de la misma a toda forma de penetración.
El ejemplo más flagrante de esa falta de coherencia y eficiencia es precisamente el decreto de 1972 que proclamo a 66 jefes de familia lacandones como dueños legítimos de más de 600.000 hectáreas, convirtiéndolos en latifundistas con derecho a tierras mucho mayores de las que habían pertenecido en la década anterior a los accionistas de Maderera Maya. Este documento populista hecho a todo vapor originó un grave enfrentamiento entre los nuevos propietarios y unos 5000 tzeltales y choles que desde hacía tiempo habían establecido más de 30 colonias dentro de la zona, para ellos ahora prohibida. Los miembros de una veintena de colonias no vieron otra solución que abandonar sus asientos y reagruparse en dos grandes centros de población llamados, muy significativamente, "Frontera Echeverría" (por Vicente Echeverría, a la sazón presidente de México)* y "Doctor Velazco Suárez" (por Manuel Velazco Suárez, gobernador priista de Chiapas entre 1970 y 1976)*. El desalojo forzoso de los desplazados y su reubicación en las dos reducciones echeverristas significaron para el gobierno una pesada carga económica y causaron graves desajustes socioculturales entre los campesinos afectados. Las veinte comunidades que accedieron a la reducción actuaron de ese modo debido a la promesa gubernamental de otorgarles cuanto antes títulos de posesión comunal de tierras y servicios adecuados. Hubo, sin embargo, una decena de comunidades que se negaron a salir, sobre todo las que tenían sus trámites sobre derechos agrarios ya avanzados. Sus habitantes pronto se vieron amenazados por el cerco que sobre el terreno mandaron efectuar las autoridades con el fin de deslindar de facto el área reservada a los lacandones. Los grupos en conflicto decidieron oponerse a la apertura de "la brecha", a veces llegando a formar barreras humanas que por su sola presencia impidieron las mediciones. Estos irreductibles, en buena parte ex peones de las fincas, no quisieron volver a la condición de "acasillados", ahora dentro de un latifundio gubernamental.
El gobierno volvió a cometer los mismos errores de 1972 al crear, seis años más tarde, la reserva Integral de la Biósfera "Montes Azules". Elaboró el decreto, de nuevo, sin conocimiento de la situación demográfica de aquella parte de la Selva Lacandona. El área considerada como despoblada por los expertos oficiales en el momento de su constitución en realidad estaba ya ocupada por más de 10 colonias, con una población aproximada de 5.000 habitantes. Para colmo, se sobreponía en un 80 por ciento al territorio de la Comunidad Lacandona e invadía, por el noreste y el occidente, una considerable extension ya colonizada. Por ejemplo, los habitantes tzeltales de Velasco Suárez, ahora llamada Nueva Palestina, descubrieron que vivían una vez más en terreno prohibido. Ante el creciente descontento de los colonos selváticos el gobierno no tuvo más remedio que dar marcha atrás. En 1979 los integrantes de Nueva Palestina y Frontera Corozal (el antiguo Frontera Echeverría) consiguieron sus derechos sobre los bienes comunales decretados en 1972, con voz y voto en la toma de desiciones de las asambleas en donde los lacandones, sin embargo, conservaron la presidencia.
A pesar de las políticas de conservación, reflejadas en las últimas desiciones presidenciales, los tres frentes destructores -madereros, ganaderos y campesinos- continuaron avanzando sobre las reservas vegetales y animales de la Selva Lacandona. Caminaron a paso cada vez más rápido y devoraron áreas extensas. En 30 años (hacia 2003)* destruyeron más de la mitad de la arboleda original. Muchos espacios talados entraron en un proceso irreversible de empobrecimiento de la tierra debido a la erosión y el progresivo agotamiento de la delgada capa de suelo fértil que la selva posee. Por demás las lluvias, antes abundantes, se volvieron escasas y caprichosas.
En los años 1981 y 1982 el panorama demográfico se agravó aún más debido a la llegada de unos 20.000, o tal vez 30.000, refugiados guatemaltecos a la parte sur de la Selva Lacandona. La mayoría vino huyendo de las colonias de El Ixcán, fundadas una década antes por misioneros estadounidenses de Maryknoll y ahora arrasadas por las tropas del ejército guatemalteco. Establecieron campamentos provisionales en la cercanía de ranchos y ejidos mexicanos de la zona de Las Margaritas y, si era posible, en la zona de la frontera ya que no perdían la esperanza de poder regresar a su tierra natal cuanto antes. Los refugiados, por su gran número y situación de extrema necesidad, constituyeron una carga que rebasaba ampliamente los recursos de la población receptora. Afortunadamente contaron pronto con la ayuda de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, y más tarde también con el apoyo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y de la comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados. La aglomeración, en octubre de 1982, de 14.000 refugiados en el solo campamento de Puerto Rico, a orillas del río Lacantún, nos da una idea de la repentina inflación demográfica ya que por entonces en toda la zona de Marqués de Comillas no vivían más de 10.000 colonos mexicanos. Este problema recibió una solución parcial cuando en 1984 el gobierno mexicano, por razones de seguridad nacional, decidió trasladar a los guatemaltecos a Campeche y Quintana Roo. Más o menos la mitad accedió a la remoción, los demás prefirieron buscar asilo en ejidos dispuestos a acogerlos, aún perdiendo así el estatuto de refugiados oficialmente reconocidos.
En el último tiempo (este escrito es de 2003)* se han hecho varios diagnósticos sobre la precaria situación en la cual se encuentra actualmente la región. a través de ellos el gobierno esperaba llegar a una planeación más adecuada para atender a los múltiples problemas originados por la sobreexplotación de los recursos naturales y la sobrecolonización de los espacios disponibles. Sabemos ahora que la Selva Lacandona tiene el triste privilegio de ser la zona más marginada del estado más pobre de la República Méxicana. Llama la atención el cuadro de carencias básicas padecidas por la gente, entre ellas la falta de comunicación, educación, atención médica y servicios elementales como el drenaje, la luz eléctrica y el agua potable.
La necesidad más apremiante (a mediados de los 80)* era sin duda el reconocimiento oficial de muchos asentamientos formados de manera espontánea durante las décadas anteriores. En el terreno agrario la ARIC (Asociación Rural de Interés Colectivo) ganó una importante batalla cuando en 1989, finalmente, 26 poblados en litigio recibieron sus títulos de propiedad. Otro logro fue la constitución de una unión de crédito y la obtención (unos años antes) de un permiso de la Secretaría de Comercio para exportar café, su principal producto comerciable, a Estados Unidos y Suiza. Otro paso adelante fue el convenio que en 1987 la ARIC suscribió con los gobiernos estatal y federal en el cual se comprometió a proteger las zonas forestales aún no destruidas de los Montes Azules.
Todos estos beneficios no se conquistaron sin pagar el precio de una cooptación cada vez mayor por las autoridades estatales y federales. En el seno de la asociación surgieron serias divergencias entre los líderes y asesores por un lado, y buena parte de la base por otro. Muchos miembros no vieron mejorar sustancialmente su nivel de vida a pesar de los avances organizativos. Es ese descontento el que por casi una década tuvo tiempo y oportunidad para desarrollarse en el aislamiento de los parajes de Las Cañadas y en la clandestinidad de las mentes de sus habitantes. Una señal de la creciente oposición política fue el surgimiento, en 1991, de una nueva organización, la Alianza Nacional Campesina Indígena "Emiliano Zapata" (ANCIEZ), fundada por campesinos disidentes del municipio de Altamirano, quienes se declararon en favor de una línea de acción mucho más radical para solucionar los múltiples problemas que seguían pendientes. El 12 de octubre de 1992, al marchar en San Cristóbal de las Casas para conmemorar "500 años de opresión colonial", estos campesinos impresionaron por su multitud y la disciplina casi militar por ella desplegada. Muy pocos espectadores entonces se dieron cuenta que aquella manifestación en realidad era un ensayo de fuerza convocatoria montado por los comités de un movimiento armado clandestino que se llamaba Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Presente en la vida pública bajo la máscara protectora de ANCIEZ llevaba ya 10 años de gestación oculta en los Altos de Chiapas y la Selva Lacandona. El primero de enero de 1994 se hizo conocer en el escenario político nacional con la toma de siete cabeceras municipales y la declaración de guerra al ejército mexicano.
La capacidad organizativa de la gente de Las Cañadas y su reciente reacción violenta contrasta con la posición menos antagónica de los habitantes de las demás subregiones de la Selva Lacandona. Son varios los factores que explican tal actitud, entre ellos sobre todo el trato preferencial que los habitantes de algunas comunidades habían recibido del gobierno para satisfacer sus necesidades básicas de producción y comercialización. También influyó la composición más heterogénea de su población, tanto a nivel étnico como religioso y sociocultural. Los ejidatarios no fueron los únicos en querer convertir la selva en un espacio de aprovechamiento económico o de influencia social con base en una estrategia específica. Lo hicieron muchos otros grupos, entre ellos las empresas madereras, las iglesias misioneras, los movimientos de izquierda, las instituciones conservacionistas, los organismos financieros internacionales y las dependencias del gobierno. En esta lista entraron por último los rebeldes zapatistas y las mafias del narcotráfico, que poseen sobre la Selva Lacandona muy disímiles planes, en ambos casos clandestinos. El impresionante abanico de procesos y proyectos no elimina, sin embargo, ninguna de las calamidades que afectan a la región y que fueron mencionadas al principio del presente ensayo: la destrucción de la naturaleza, el desamparo de las colonias, la polarización ideológica de su gente, la galopante militarización y la próxima embestida neoliberal. Como si ellas no fueran suficientes el gobierno añadió a la problemática una sexta dimensión por las acciones contradictorias con las que sigue enfrentando la situación. Por un lado tiene el legitimo deseo de conservar la reserva ecológica de Montes Azules y contrarrestar la destrucción de su entorno. Por otra parte siente la enorme presión moral de solucionar, de una vez por todas, la tenencia de la tierra en las zonas habitadas. Pero también esta decidido a explotar, en forma intensiva, los recursos todavía vírgenes que posee la selva: el petroleo, la fuerza hidroeléctrica y la riqueza biológica. Para facilitar los cortes de madera que aún son rentables y preparar la extracción petrolera cubrió la selva con una red de caminos que llevo consigo, como consecuencia inevitable, el aumento de colonización y de la tala del bosque. Ha introducido así un nuevo agente de destrucción: los ingenieros constructores de caminos y pozos de perforación. En cuanto a la energía eléctrica el gobierno tiene en proyecto desde hace tiempo la construcción de una decena de presas sobre los ríos más caudalosos de la selva, presas que inundarán una buena parte de la tierra, hoy ocupada por campesinos o cubierta todavía por arboledas. La conversión de la Selva Lacandona en una "Finlandia tropical" se encuentra aún en estado embrional, no así la reciente ampliación vial por el ejército mexicano. Pero los nuevos caminos no están planeados para sacar a las comunidades de su aislamiento sino para agilizar el movimiento de tropas cada vez más numerosas y mejor pertrechadas. La ocupación militar de la región es sin duda la peor calamidad de todas las que cayeron en suerte a la Selva Lacandona y sus habitantes. Es imposible atender a los problemas, y menos aún solucionarlos, con la continua amenaza de las armas encima. No cabe duda, pues, que la Selva Lacandona está herida de muerte (...).
Extracto del capítulo introductorio al libro "Viaje al Desierto de la Soledad", de Jan de Vos (Editorial Porrúa, México, 2003).
Con permiso de CIESAS (Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social).
*Las notas con asterisco se agregaron con la exclusiva intención de brindar información complementaria al lector.
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